Comentario al Evangelio 31/07

la estupidez

COMENTARIO AL EVANGELIO DEL 31 DE JULIO DEL 2016, 18° DOMINGO ORDINARIO – CICLO C

(Este comentario, junto con todos los del ciclo C, forma parte del libro de César Corres Domingo 53, vol. III, Ciclo C: Lucas, que se puede solicitar a la dirección: comunidaddelcamino@live.com.)

Del santo Evangelio según san Lucas: 12, 13-21

En aquel tiempo, hallándose Jesús en medio de una multitud, un hombre le dijo: “Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia”. Pero Jesús le contestó: “Amigo, ¿quién me ha puesto como juez en la distribución de herencias?” Y dirigiéndose a la multitud, dijo: “Eviten toda clase de avari­cia, porque la vida del hombre no depende de la abundancia de los bienes que posea”. Después les propuso esta parábola: “Un hombre rico obtuvo una gran cosecha y se puso a pensar: ‘¿Qué haré, porque no tengo ya en dónde almacenar la cosecha? Ya sé lo que voy a hacer: derribaré mis graneros y construiré otros más grandes para guardar ahí mi cose­cha y todo lo que tengo. Entonces podré decirme: Ya tienes bienes acumulados para muchos años; descansa, come, bebe y date a la buena vida’. Pero Dios le dijo: ‘¡Insensato! Esta misma noche vas a morir. ¿Para quién serán todos tus bienes?’ Lo mismo le pasa al que amontona riquezas para sí mismo y no se hace rico de lo que vale ante Dios”.

La estupidez del hombre rico

Pbro. César Corres Cadavieco

Capellán de la Facultad de Negocios

Universidad La Salle, A.C.

¡Cuántas familias hemos conocido, a lo largo de la vida, en las que sus miembros se han sacado los ojos por cinco perras, como decían los españoles para referirse a las antiguas pesetas! La avaricia de los bienes terrenos es capaz de acabar hasta con los lazos aparentemente más sólidos. Cuando éramos chicos, mis hermanos y yo solíamos agradecerle a Dios que nuestros padres no nos fueran a dejar más que… ¡deudas! Por esas sí que nadie se pelea.

Sin embargo, más allá del episodio doméstico, en el que Jesús se niega a inmiscuirse, éste sirve para introducir una parábola que resulta de lo más actual. Y, en el fondo, dicha parábola permite al Maestro salvar a los dos hermanos, en lugar de tomar partido por alguno de ellos. Es por ello que Jesús no asume el papel de juez que se le está ofreciendo, y no porque sea insensible a los problemas de la vida cotidiana, sino que invita a todos –los hermanos en litigio, y la multitud que le escucha- a descubrir la raíz del mal: «Eviten toda clase de avari­cia…»  Se trata de una sentencia que podríamos articular con otras de manera más amplia: «Eviten toda clase de avaricia, porque ella es la causa de toda injusticia.» Y, si es verdad que ella se encuentra en aquel que usurpa el derecho de los otros, es necesario recordar que ella –como impulso interior- podría esconderse también en el corazón de aquel que sufre la injusticia.

¿Dónde está la gravedad de la avaricia? A explicarlo viene la parábola de Jesús que aquí introduce Lucas. Según la parábola, la avaricia es una enfermedad mortal en tanto que no hace más que multiplicar las señales reveladoras de la muerte. “…derribaré mis graneros y construiré otros más grandes para guardar ahí mi cose­cha y todo lo que tengo…” Aquí, el grano, que debería entrar en las casas de los hombres para dar vida, o bien ser destinado a los surcos de la tierra para reproducirse en nuevas cosechas, y así convertirse en vida abundante para más personas, es, en cambio, almacenado, encerrado, desposeído de sus energías vitales. ¡Al menos hiciese vivir a quien se complace de poseerlo!

Pero el rico poseedor de la parábola no es uno que revele una existencia envidiable. “…Ya tienes bienes acumulados para muchos años; descansa, come, bebe y date a la buena vida…” Ese es su programa. ¿Dónde quedan los afectos, las amistades, las alegrías simples y puras de la vida, las cálidas pasiones y los grandes ideales? He aquí sólo un “yo” egoísta y un granero repleto. He aquí una existencia reducida a granero. Por esto es plenamente comprensible que el protagonista del relato no tenga un nombre, sino que sea sólo “un hombre rico”. En otra parábola aparece un pobre que carece de todo, pero posee un nombre, Lázaro, que revela su ser como persona. Aquí hay un hombre sin nombre, un hombre reducido a cosa porque su relación fundamental es con las cosas. No sorprende que este hombre se vea arrojado a la muerte. La muerte que sobrevendrá durante la noche no hará más que llevar a cumplimiento una condición de muerte ya en acto, estrecha y estructuralmente ligada a la avaricia del personaje. La avaricia es muerte: esto es lo que ha querido decir Jesús.

¿Cómo se sale de este estado de muerte? Tú te afanas sin reposo ni de día ni de noche, te matas trabajando, buscas aumentar tus ganancias a toda costa y siempre más y más, pero, ¿para qué, después de todo? Para dejar todo, en el momento de la muerte, en manos ajenas, tal vez en manos de uno que no ha conocido la fatiga y que, quizás, ni siquiera te lo agradezca –y aún si te lo agradeciera, ¿ya para qué te serviría?-. He conocido empresarios exitosos cuyo único consuelo es dejarles una gran riqueza a sus hijos. La tragedia de estos buenos hombres trabajadores es que sus hijos no tienen el hondo aprendizaje que la necesidad supo proporcionarle al padre, al autor de tanta riqueza. Ellos no saben del sacrificio, de la carencia, de la necesidad de “sobarse el lomo” con la única esperanza de gozar algún día del fruto del propio esfuerzo. Ellos, los hijos, han gozado desde el primer día de su vida del fruto del esfuerzo de otro, no del propio.

Erróneamente, muchos padres evitan a toda costa que sus hijos pasen por la misma necesidad por la que pasaron ellos en la juventud. Con ello, están generando hombres totalmente distintos a ellos mismos, hombres que, inevitablemente, tendrán otros valores y otras prioridades, simplemente porque su vida fue otra y, ciertamente, no fue una vida de carencias y de esfuerzos. No es extraño que, en muchas ocasiones, los hijos terminen despilfarrando el importante capital que con tanto sacrificio formó el padre.

¡Insensato!, dice la parábola. El texto original griego dice: áfron, que, literalmente, significa, sin uso de razón.Según Jesús, el avaro, antes que nada, es un imbécil (aunque sus negocios pudieran ser exitosos). El avaro busca seguridad en las cosas y no es en el fondo consciente de que las cosas se le escapan de la mano, porque así es la vida: no hay nada que se pueda poseer por siempre, todo es incierto, aleatorio, sujeto a las vicisitudes del tiempo y de la muerte.

Hay una segunda vía de salvación propuesta por el Señor en el Evangelio. Ella se basa no tanto en una reflexión elemental cuanto en una promesa: la vida –dice Jesús- no depende de los bienes que uno posee. Aquí se habla no de la vida como existencia temporal, sino de la vida eterna. Es la vida en el sentido más alto, más rico, más duradero, más allá de los límites de la existencia. Es la vida que no se encuentra sujeta a la muerte. Es la vida misma de Dios.

Jesús enseña que no son las cosas lo que da valor a la existencia, sino que es la vida eterna lo que da valor a todo. Por eso recomienda el Señor “hacerse rico de lo que vale ante Dios”. Hay una manera de enriquecerse a sí mismo dictada por la avaricia que, como se ha visto, es estéril y mortificante en comparación con la verdadera vida; es como volcarse a una existencia profundamente marcada por las señales de la muerte. Y hay una manera de enriquecerse “delante de Dios”, que, paradójicamente, consiste en despojarse de los bienes propios para compartirlos con quienes pasan necesidad.

El empresario “católico” tiene siempre una salida fácil a esta incómoda propuesta del Evangelio: parece decir “es cierto, soy rico, pero he generado riqueza también para otros, he generado fuentes de trabajo, he contribuido al progreso de la nación, etc.” Conozco a uno que hasta presume de no tener ni siquiera chofer (aunque es dueño de inmensas propiedades) y que se defiende a toda costa frente a la repulsiva propuesta de la Palabra de “dar una de las dos túnicas al que no tiene ninguna”. Está dispuesto a hacer, incluso, grandes “caridades”, siempre y cuando no se vea comprometida su seguridad básica, que está puesta, por supuesto, en la posesión de sus bienes. Es un círculo del que no se puede escapar si no es abriéndose al salutífero impulso de la primera bienaventuranza de Jesús: la de la pobreza, libremente asumida y abrazada como estilo de vida. Pero está difícil, ¿verdad? Quizá por eso hasta el mismo Jesús se mostraba escéptico respecto a la posibilidad de los ricos de encontrar el verdadero sentido de la vida: “Qué difícil será para un rico salvarse. Antes entrará un camello por el ojo de una aguja que un rico en el Reino de los Cielos”… “El que tenga oídos para oír, que oiga”.