Comentario al evangelio – 15/11

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COMENTARIO AL EVANGELIO DEL 15 DE NOVIEMBRE DEL 2015

33° DOMINGO ORDINARIO – CICLO B

 (Este comentario, junto con todos los del ciclo B, forma parte del libro de César Corres Domingo 53, vol. II, Ciclo B: Marcos, que se puede solicitar a la dirección: comunidaddelcamino@live.com).

Del santo Evangelio según san Marcos: 13, 24-32

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Cuando lleguen aquellos días, después de la gran tribulación, la luz del sol se apagará, no brillará la luna, caerán del cielo las estrellas y el uni­verso entero se conmoverá. Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad. Y él enviará a sus ángeles a congregar a sus elegidos desde los cuatro puntos cardi­nales y desde lo más profundo de la tierra a lo más alto del cielo. Entiendan esto con el ejemplo de la higuera. Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las hojas, ustedes saben que el verano está cerca. Así también, cuando vean ustedes que suceden estas cosas, sepan que el fin ya está cerca, ya está a la puerta. En ver­dad que no pasará esta generación sin que todo esto se cumpla. Podrán dejar de existir el cielo y la tierra, pero mis palabras no dejarán de cumplirse. Nadie conoce el día ni la hora. Ni los ánge­les del cielo ni el Hijo; solamente el Padre”.

 

La esperanza en tiempos de prueba

 Pbro. César Corres Cadavieco

Capellán de la Facultad de Negocios

Universidad La Salle, A.C.

 

El año litúrgico de la Iglesia Católica se acerca a su fin (concluirá el próximo domingo, con la fiesta de Cristo Rey) y por esa razón se nos propone para este domingo penúltimo un texto escatológico, es decir, un texto que aborda la enseñanza de Jesús sobre el final de los tiempos. El capítulo 13 de Mc pertenece al género apocalíptico; de hecho se trata del primer apocalipsis cristiano (nuestro actual libro bíblico del Apocalipsis, perteneciente a la tradición de San Juan, se escribió aproximadamente 40 años después del de Mc).

Los apocalipsis son literatura de protesta, van dirigidos a un pueblo que sufre por la opresión, y presentan, en clave simbólica, un mensaje de esperanza. No intentan develar los misterios referentes al futuro, sino iluminar la problemática del presente, sosteniendo la fe de la comunidad en tiempos difíciles. Son escritos pensados para los tiempos de crisis, en los que la fidelidad al Evangelio se hace más dolorosa y desafiante.

En la comunidad destinataria del Evangelio de Marcos – la comunidad cristiana de Roma – se habían comenzado a sentir los ánimos persecutorios que culminarían en la calumniosa acusación contra los cristianos de ser los autores materiales del terrible incendio del 18 de julio del año 64, que arrasó con la tercera parte de la ciudad imperial y costó la vida a varios millares de personas. Los cristianos no sólo comienzan a ser rechazados en todos los ambientes, sino que, poco a poco, van siendo privados de ciertos derechos, hasta el punto de que deben comenzar a reunirse en secreto y a ocultar su fe en Cristo por temor a las represalias gubernamentales.

“…después de la gran tribulación, la luz del sol se apagará, no brillará la luna, caerán del cielo las estrellas y el uni­verso entero se conmoverá…” Es muy posible que “la gran tribulación” haga referencia precisamente a este trágico incidente –el incendio de Roma-, o, incluso, a aquel otro terrible acontecimiento más tardío: la destrucción de Jerusalén, llevada a cabo por los ejércitos del general romano Tito el año 70. Pero más que la precisión histórica, importa la valencia simbólica, que es la que alcanza aplicación a la vida concreta en las diversas épocas de sufrimiento por las que tendrá que pasar la comunidad de los creyentes. En algunas corrientes apocalípticas, “la gran tribulación” abarca todo el conjunto de la historia, vista ésta como tiempo de sufrimientos y terribles angustias; de ser así, los signos que siguen a “la gran tribulación” hacen referencia a la clausura definitiva del eón o era presente, caracterizados por la presencia de los astros, para dar lugar al surgimiento de un nuevo eón, de categorías cósmicas absolutamente nuevas.

Sin embargo, en la mayoría de los textos apocalípticos, interesados por alentar la esperanza en tiempos de prueba, “la gran tribulación” alude a etapas concretas de sufrimiento que sacuden los cimientos mismos de la fe. En este segundo caso, los signos que siguen son más de carácter espiritual y existencial, que propiamente cósmico. El apagarse del sol y de la luna, significa la pérdida del sentido, la imposibilidad de entender el sufrimiento y la permisión del mismo por parte de Dios. Es la angustia que siempre se apodera de todos los sufrientes: ¿por qué Dios lo permite? ¿Por qué, si es poderoso y bueno, como creemos firmemente, no impide el sufrimiento, sobre todo, de los inocentes? Es el trágico reclamo de Aliocha Karamazov, en la inmortal obra de Dostoievski. Cuando el dolor se hace presente, cuando el inocente sufre, cuando se ve aplastado por los poderosos de la historia, todo se nubla, el cosmos entero se obscurece y nada parece tener sentido. La palabra cesa, la razón suspende su juicio. No hay nada que pueda dar razón del sufrimiento de los pequeños. Las estrellas, tenidas en la antigüedad como señales para el camino y hasta como rectoras del destino humano, se desploman sobre la tierra: es el absurdo, la suspensión de todos los caminos, la interrupción misma de la evolución humana.

Además, los astros aluden también al mundo pagano y a sus seguridades; el sol, la luna y las estrellas eran venerados por los pueblos paganos, lo que constituía una grosera idolatría para el pueblo de la Alianza. La caída de los astros sería, entonces, una alusión a la insuficiencia de los ídolos humanos para dar respuesta al sufrimiento humano. Nada de todo aquello en lo que el hombre suele poner su seguridad logra sanar eficazmente sus dolores. Sólo cuando el hombre comprende esto, puede estar en posibilidad de abrirse a Cristo…

“Entonces verán venir al Hijo del hom­bre sobre las nubes con gran poder y majestad…” El Hijo del hombre viene, entonces, sobre las nubes. La nube era el símbolo de la presencia amorosa de Dios que acompaña el fatigoso caminar por el desierto. Los libros del Éxodo y de los Números narran ese fatigoso caminar – símbolo del caminar por la historia – y cómo la Nube iba guiando al pueblo en las diversas etapas, de modo que allí donde la Nube se detenía, el pueblo pausaba su marcha y ponía el campamento; cuando la Nube se volvía a poner en movimiento, los israelitas sabían que había llegado la hora de levantar el campamento y reanudar el difícil tránsito por los inhóspitos parajes del desierto. Para nuestro evangelista, ante la insuficiencia radical de los ídolos mundanos, de las falsas seguridades construidas por el hombre, se abre paso la propuesta de la fe, protagonizada por la sufriente comunidad que, aún en medio de las más terribles persecuciones, se deja guiar por el Hijo del Hombre y en él pone su confianza.

“Y él enviará a sus ángeles a congregar a sus elegidos desde los cuatro puntos cardi­nales y desde lo más profundo de la tierra a lo más alto del cielo…” La fuerza que hace presente la guía de Dios para su pueblo (la “Nube”) no es otra que la fuerza de la congregación, del llamado; esta comunidad no es resultado de los lazos meramente humanos, de las simpatías o de los intereses compartidos: es fruto de una llamada. Una vez más, como lo hizo ya en el remoto pasado de Israel, Dios vuelve a congregar a su pueblo, constituyéndole en “qahal Yahvé”, es decir, en “asamblea convocada por el Señor”, en auténtica “ecclesía” (= Iglesia), universal (procedente de los cuatro puntos cardinales) y sacerdotal al mismo tiempo (“pontifical”, o hacedora de puentes, capaz de unir los extremos aparentemente irreconciliables del universo: la tierra –mundo de los hombres- y el cielo –mundo de Dios-).

De este modo, la comunidad de los creyentes está llamada a escrutar los “signos de los tiempos”, a barruntar la portada salvífica de los acontecimientos históricos en los que se encuentra inmersa, del mismo modo como se intuye la cercanía del verano por el verdor de las hojas de la higuera. Nada puede confundir de manera definitiva a uno que se deja guiar por la fe: en todo acontecimiento, incluso en los sucesos más difíciles, él descubre el señorío del Hijo del Hombre, su poderío y majestad. No se siente nunca a la deriva, sino guiado por la Nube hacia puerto seguro; nada hay en el mundo que pueda frenar su camino, nada le derrota ni le hace abandonar la fidelidad a su Señor.

Para él, la solidez procede de la Palabra que le ha sido anunciada, y vive aferrado a esa Palabra, sabiendo que “podrán dejar de existir el cielo y la tierra, pero mis palabras no dejarán de cumplirse…” De este modo, Mc delinea la espiritualidad del discípulo con rasgos de perenne actualidad: una espiritualidad de esperanza en medio del sufrimiento, de certezas abrazadas en la fe en medio de las incertidumbres de la época, vivida en comunidad, como constante revitalización de la primera llamada, del primer encuentro, y alimentada permanentemente por la escucha atenta de la Palabra, por un lado, así como por el discernimiento detallado de los acontecimientos de la historia, a fin de descubrir la trama oculta que ellos enmascaran: la de la persistente conducción de Dios hacia un punto de máxima realización, en el que el Hijo eterno del Padre tomará a los hombres desde todos los rincones del universo y se los presentará como ofrenda agradable, purificados por el sufrimiento y sostenidos por su amor.

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