Comentario al Evangelio 14/06

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COMENTARIO AL EVANGELIO DEL 14 DE JUNIO DEL 2015

11° DOMINGO ORDINARIO – CICLO B

(Este comentario, junto con todos los del ciclo B, forma parte del libro de César Corres Domingo 53, vol. II, Ciclo B: Marcos, que se puede solicitar a la dirección comunidaddelcamino@live.com).

Del santo Evangelio según san Marcos: 4, 26-34

En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud: “El Reino de Dios se parece a lo que sucede cuando un hombre siembra la semilla en la tierra: que pasan las noches y los días, y sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece; y la tierra, por sí sola, va produciendo el fruto: primero los tallos, luego las espigas y después el grano repleto en las espigas. Y cuando ya están maduros los granos, el hombre echa mano de la hoz, pues ha llegado el tiempo de la cosecha”. Les dijo también: “¿Con qué compararemos el Reino de Dios? ¿Con qué parábola lo podremos representar? Es como una semilla de mostaza que, cuando se siembra, es la más pequeña de las semi­llas; pero una vez sembrada, crece y se convierte en el mayor de los arbustos y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden anidar a su sombra”. Y con otras muchas parábolas semejantes les estuvo exponien­do su mensaje, de acuerdo con lo que ellos podían entender. Y no les hablaba sino en parábolas; pero a sus discípulos les explicaba todo en privado.

Sembrar, aunque otros disfruten de la cosecha

Pbro. César Corres Cadavieco

Capellán de la Facultad de Negocios

Universidad La Salle, A.C.

El evangelio de este domingo nos presenta dos parábolas sumamente importantes, ya que abordan el complejo tema de la instauración del Reino en la historia. La primera parábola expone el modo como toma forma el reinado de Dios mediante la constitución del hombre nuevo; diríamos que es el aspecto individual o personal de la acción transformadora del Reino, mientras que la segunda parábola expone el desarrollo y la apariencia de la nueva comunidad humana, el reino de Dios, en el mundo, es decir, el aspecto social de la acción transformadora del Reino. Veamos cada una.

“El Reino de Dios se parece a lo que sucede cuando un hombre siembra la semilla en la tierra…” La versión litúrgica de nuestro texto dice: “cuando un hombre siembra la semilla”, pero el texto original dice: “cuando un hombre ha lanzado la semilla”. La diferencia tiene su importancia, ya que no se trata del término técnico “sembrar”, sino de un “echar al vuelo” la semilla, a fin de que llegue a todas partes. También en la parábola del sembrador (Mc 4) vemos al sembrador lanzando indiscriminadamente la semilla, de tal modo que ésta cae en todo tipo de terrenos. Obviamente, ningún campesino que sepa su oficio haría semejante cosa. La semilla es de lo más importante, y resulta vital colocarla adecuadamente sobre el terreno previamente preparado para la siembra. Nada se debe desperdiciar. En cambio, el sembrador de nuestras dos parábolas parece no saber mucho de agricultura; a él no le importa que la semilla se desperdicie, con tal de que llegue a todas partes. Dios (el lector se habrá percatado de que él es el principal sembrador, modelo de todos los que se asociarán a él en el oficio de la siembra) dirige su mensaje a todos los hombres, aun a sabiendas de que no todos estarán dispuestos a responderle. De hecho, en la parábola del sembrador, sólo una cuarta parte de la semilla “lanzada” acaba dando fruto, mientras que el 75% ¡se desperdicia! El amor es un poco eso: despilfarro, donación gratuita, independiente de los resultados que obtiene, fortalecido no por la respuesta del otro sino por sí mismo. El amor tiene en sí mismo su razón de ser, su fuerza y su sentido. No se arredra ante las dificultades, no se desanima ante la precaria o incluso nula respuesta del ser amado; no sabe decir nunca: “Ya basta”.

Así, pues, la semilla es el mensaje del evangelio, que Jesús y otros con él hacen llegar a todos los hombres. La semilla se echa en la tierra. Esta locución, que ha aparecido antes en boca de Jesús para designar la autoridad universal del hijo del Hombre para perdonar pecados (Cfr. Cap. 2, v.10), conserva en la parábola su significación universal. No son Israel, ni la Iglesia oficial, las comunidades privilegiadas a las que se envía en exclusiva el mensaje de la salvación. Todos los hombres, de todas las culturas y épocas, están en la mira de Dios, como dice la Primera de Timoteo: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (2,4). Respecto a la semilla, la actividad del hombre se limita a sembrarla; él continúa su vida. No sé por qué razón la versión litúrgica omite la locución original: “duerma o esté despierto”, que aparece en el texto original griego, el caso es que, sin que el hombre sepa cómo ni cuándo, la semilla comienza a crecer, es decir, el mensaje comienza a abrirse camino, primero en el corazón del hombre, después en las estructuras sociales. La Palabra tiene potencia propia: el hombre sólo debe anunciarla. Él no puede atribuirse el crecimiento ni contribuir a él. En cada individuo, la asimilación del mensaje es un proceso íntimo y personal en el que nadie puede intervenir.

“…y la tierra, por sí sola, va produciendo el fruto…” En la parábola del sembrador (4,20), la tierra es la “tierra buena”, la que da fruto, y representa a los hombres que no ponen obstáculos a la Palabra. La frase empieza con gran énfasis: “por sí sola”. El proceso que va a describirse no tiene causa exterior: el hombre/tierra buena tiene energías en sí mismo para hacer fructificar el mensaje y entra en actividad por su contacto con él. El mensaje/semilla actúa como catalizador de las potencialidades humanas. Esto representa un voto de confianza en el hombre. Con Camus, también el Dios de la Biblia cree que en el hombre hay más cosas dignas de admiración que dignas de desprecio. Dios confía en el hombre. Éste está estructuralmente hecho para la Palabra. El evangelio no es una especie de añadido sobrenatural, ajeno al hombre, que exige de él opciones y acciones contrarias a su propia condición ontológica. Al contrario, el hombre es completado por el evangelio, mientras que sin él quedaría a nivel de lo infrahumano. El Evangelio de San Juan, por eso mismo, presenta la obra de Cristo como un dar remate a la obra creadora, llevando a su finalización lo que el Padre iniciara al crear el mundo. La frase con la que el Crucificado concluye su obra en el mundo, según dicho evangelio, es: “Todo queda terminado” (Jn 19,30) y debe entenderse precisamente en la línea del acabamiento de la obra creadora. Esto significa que aquello que culmina el proceso de creación de todo hombre es la asunción del amor que llega a dar la vida por los demás como aspiración máxima de la vida.

“…primero los tallos, luego las espigas y después el grano repleto en las espigas…” El desarrollo es gradual y natural, y requiere tiempo. En general, no existen los “caballazos”, tipo San Pablo, es decir, las conversiones inmediatas y definitivas. Todo proceso de apertura al Misterio es siempre eso: proceso. Conoce un inicio, a veces impactante y avasallador, y luego va pasando por diversas etapas de crecimiento y también de crisis, de confusión, de miedo y de reposicionamiento de cara a la propuesta evangélica. Los tres pasos señalados por el texto: “tallos”, “espigas”, “grano repleto en las espigas”, recuerdan el proceso del fruto descrito en la parábola del sembrador: producen “treinta”, “sesenta”, “ciento” (4,20). El resultado final es una plenitud: “grano repleto en las espigas”, un máximo que está en paralelo con el “ciento por uno” de la parábola del sembrador. El esfuerzo humano de asimilación y de puesta en práctica del mensaje obtiene un resultado que rebasa la medida humana. Es decir, no sólo se desarrollan al máximo las potencialidades del hombre, sino que se le comunica una nueva potencialidad.

“…Y cuando ya están maduros los granos, el hombre echa mano de la hoz, pues ha llegado el tiempo de la cosecha…” Una vez más, la traducción litúrgica no hace justicia al tenor del texto original, que no dice: “cuando ya están maduros los granos”, sino “cuando el fruto se entrega”, lo cual tiene gran importancia, dado el profundo significado que la palabra “entrega” tiene en el Nuevo Testamento. Ella indica precisamente la plenitud a la que llega el hombre por la recepción del mensaje, el término de su transformación, lo que le constituye en hombre nuevo: colaborar en la obra salvadora de Jesús, entregándose como Él a favor de la humanidad, aun a riesgo de la propia vida, es decir, el seguimiento de Jesús hasta el fin, hasta la muerte misma. Comunidad de hombres “entregados”, capaces de arriesgarlo todo por el proyecto de Dios, dispuestos a amar hasta la pérdida de todas sus seguridades y prerrogativas, la iglesia sólo es tal cuando es capaz de instaurar en el mundo esta nueva categoría, este nuevo modo de vivir la vida humana. Todo lo demás es accesorio, es secundario y, en el fondo, irrelevante. Por ello, entrarían en el concepto de “iglesia” todos aquellos hombres y mujeres del mundo que dan la vida por los demás, que viven para el servicio, que luchan por la justicia, que asumen la causa de los desheredados de la tierra, que se solidarizan efectivamente con los sufrientes de cada época, y esto aunque no sean reconocidos “oficialmente” como cristianos. Por contraparte, no serían iglesia auténtica aquellos que viven para sí mismos, atrapados en las categorías del poder, indiferentes ante el sufrimiento ajeno, sustraídos a los compromisos de la historia, aunque vayan a misa todos los domingos y se den golpes de pecho a la vista de todos.

“… « ¿Con qué compararemos el Reino de Dios? ¿Con qué parábola lo podremos representar? Es como una semilla de mostaza que, cuando se siembra, es la más pequeña de las semi­llas; pero una vez sembrada, crece y se convierte en el mayor de los arbustos y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden anidar a su sombra »…” Ahora bien, los seguidores de Jesús saben que siempre aparecen como pequeña cosa frente a las grandes estructuras que se disputan el dominio de los hombres y de los bienes de la tierra. El Reino es, desde esta perspectiva, tan pequeño como una semilla de mostaza. No se nota. Parece inocua. Pero contiene una potencia de crecimiento irrefrenable y acaba por dar cobijo y sombra a todos los que se quieran refugiar en ella. Amar desde la absoluta y perfecta gratuidad puede hacernos sentir en ocasiones indefensos y perdedores. A veces no le encontramos sentido a vivir las categorías “absurdas” del evangelio, en medio de un mundo que se jacta de vivir y de constituirse según otros criterios. Nuestra aportación parece insignificante. Los hombres nos ven como seres desfasados y, en el fondo, inútiles. Poca perspectiva de futuro tiene esta visión de las cosas. El Reino terminará por instaurarse; el Cristo ha triunfado ya sobre las potencias aniquiladoras del hombre. Sólo es cuestión de tiempo. Ocupamos la paciencia y la esperanza gozosa. Quizás no nos tocará meter la hoz en el momento de la siega: nos ha tocado sembrar, a otros les tocará cosechar. Pero el resultado garantizado bien vale la pena.

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